En una parte de la charla, Fabio Alberti dice que parte del atractivo de ir hasta Choto a comer es, además de lo estrictamente gastronómico, vivir una «experiencia». Buena parte de esa experiencia es llegar hasta ahí. Choto queda en el medio del campo.
En otro momento de la conversación, Alberti habla de las relaciones que ha establecido con sus vecinos y señala en diferentes direcciones para marcar cuando se refiere a tal o cual vecino. Si uno sigue las indicaciones de sus brazos y mira en la dirección que él señala, lo que se ve es campo. Habrá que creerle que en esa dirección vive alguien, porque lo que es ver…
Hace tres años que Alberti reside en ese lugar, a unos kilómetros de Pueblo Edén en el departamento de Maldonado. Ya tiene el speech con las indicaciones para llegar ahí grabado a fuego en su memoria. Cuando lo contactan a través de Instagram (@choto.uy) para hacer reservas en Choto, él manda cuatro o cinco audios -siempre en determinado orden, para facilitar la tarea de guiarse por ellos- que ofician de GPS para los ávidos de llegar hasta el ¿restaurante? Bueno, no es tan así. Otra parte de la experiencia es que uno va a comer a la casa de Alberti. Literalmente.
«No tengo nada preparado ‘de restaurante’ como para mostrar», dice medio lamentándose cuando arribamos y el fotógrafo empieza a ojear posibles ángulos y tomas.
Hará tres años que Alberti y su pareja viven ahí —con dos perras, un gato y dos ovejas— pero hace 17 que él compró esa propiedad. Antes, iba y venía de Buenos Aires a Choto, pero llegó un momento en el cual «la ciudad» —no Buenos Aires específicamente, sino el concepto de ciudad— lo hartó. Y se mudó definitivamente a ese páramo, donde el silencio es rey y los súbditos —pájaros, chicharras, perros, ranas— se rebelan cada tanto con sus sonidos.
En la parte de atrás de la casa hay una mesa que podría servir como definición de la palabra «rústica», unos taburetes y una parrilla de medianas dimensiones. Ahí, en ese lugar, funciona Choto para grupos de dos hasta 20 personas. Cuando se trata de grupos tan numerosos, le pide ayuda a alguno de esos vecinos que no se ven cuando se otea en cualquier dirección desde su casa.
Pero si no, él se encarga de todo: hace las compras, cocina, sirve la comida y cuando ya todos están más o menos servidos, conversa con quienes deseen conversar. Últimamente, sin embargo, empezó a incorporar aportes ajenos. Por ejemplo, conoció a un vecino que hace helados artesanales y le compra. «Helado de remolacha, de salvia, de avellanas… Sabores que no son los más comunes», comenta.
A menudo, quienes emprenden el empedrado y agreste camino hacia el lugar lo hacen por la cholulez de ir a comer a la casa del comediante y actor. Pero también llegan por esa experiencia de la que el anfitrión habla.
¿Qué menú ofrece? Nunca se sabe de antemano. Puede ser un plato cuyo componente principal sea carne de chivo. «¿En qué otro lugar vas a comer carne de chivo?», pregunta retóricamente. Puede ser una ensalada con un montón de texturas y sabores diferentes y antes puede haber una picada con cuatro o cinco tipos de panes caseros, hummus, paté de berenjena, queso camembert hecho por él, un poco de bondiola…
Puede ser casi que cualquier cosa, y quienes llegan nunca saben con qué se van a encontrar. Lo único que Alberti tiene en cuenta es si hay, por ejemplo, algún vegetariano en la comitiva.
Hay, sin embargo, dos constantes en sus menúes. En primer lugar, se trata de porciones abundantes. Nada de platos grandes con microporciones presentadas como si se trataran de obritas de arte conceptual. Además, ya parece saber cuánto puede comer alguien. «A menudo pasa, cuando estoy retirando un plato, que me dicen ‘fua, no doy más’. Mentira. Le traigo el otro plato y cuando lo voy a buscar, está vacío», cuenta y agrega que la gente siempre se va contenta. «Eso es importante también».
La segunda constante en su filosofía gastronómica es que los platos no sean estrafalarios. Le gusta la frase «menos es más», pero tampoco es afecto a lo poco pensado o cuidado. Siempre que prepara algo intenta darle un toque distinto, para realzar ese plato. «No quiero tapar lo que hago abajo de un montón de cosas, pero tampoco servir algo así nomás».
Alberti no tiene formación de chef o cocinero. Es autodidacta y cocinar es una pasión que él cultiva desde la adolescencia. Dice que ya en esa época le gustaba invitar a casa a sus amigos a comer mousse de chocolate. «Siempre cociné. Para mí, para mi familia, para mis hijos».
Los aprendizajes fueron como los de todos los autodidactas: preguntando, buscando, leyendo, prestando atención. Hoy puede cocinar una gran variedad de platos, aunque tenga preferencia por lo que se entiende por comida más o menos «casera». Pero, también, como todos los autodidactas, es curioso. Hace poco se interesó por algunos platos y bocados de la vasta cocina china y puso manos a la obra para aprender cómo se preparan tales o cuales comidas. «Carne de res con salsa de ostras, ponele. Es riquísimo. Nunca lo había hecho. Otro ejemplo: a mí me gusta hacer empanadas caseras y el otro día me puse a hacer giosas (o gyozas, una especie de empanaditas de origen chino también muy populares en Japón, rellenas de carne y verduras al vapor). Hice 47. Nunca más. Tenés que ser chino para hacer ese repulgue y que te salga igual. Obvio que a mí no me salieron así, pero quedaron muy ricas. Las puse en el freezer y cuando no tengo nada preparado, sacamos unas y listo».
Lo más importante, añade, es hacer comida que le guste comer a él, y que disfrute a la hora de prepararla. No quiere ser esclavo de la cocina, ni estresarse. Tiene que ser una actividad que le dé placer.
Con tantos años de aprendizajes, ¿tiene algún consejo para dar a quien, como él, quiera empezar a aprender a cocinar? «Que nunca inviten a nadie a comer sin haber hecho primero el plato y comprobar que queda bien. Una vez leí eso y me quedó. Nunca hiciste un risotto, por ejemplo, y decís ‘voy a invitar a mis amigos a comer un risotto’. Error. Primero hacelo, fijate cómo te sale y recién después invitá. Igual, yo no soy un chef ni un cocinero, ni quiero serlo. Hago esto porque me gusta recibir, ser anfitrión. A veces viene gente que llega al mediodía y se va a las 10 de la noche. Nos quedamos charlando, escuchando música, tomando vino…»
La experiencia de Choto sale actualmente $ 2.200 por persona, con todo incluido, desde la entrada hasta el postre y la bebida, que puede ser una limonada, agua o vino. Alberti no quiere incluir bebidas gasificadas en su oferta. En términos generales, se resiste a lo industrial y convencional. Prefiere que todo sea lo más natural y artesanal posible y que la mayor parte de la materia prima para cocinar provenga de su entorno más inmediato.
«Es raro lo que hago. No creo que haya un restaurante que tenga canilla libre de vino tinto. Puede pasar que por distintas razones —tienen que manejar, tienen hijos y no se pueden quedar tanto— no tomen mucho o directamente no tomen nada. Pero a veces pueden tomarse hasta ocho botellas, como ayer. Y bueno, ta. Ta bien», dice con una sonrisa.
—Hace años que estabas viniendo y hace tres que te radicaste definitivamente en Uruguay. ¿Qué cosas son las que más te gustan de este país?
—Todo. Los paisajes, la gente, las playas… Soy feliz acá.
—¿No extrañás?
-No. Me sorprendo a mí mismo y me pregunto: «¿No extraño nada?» O sea, sí me gusta ver a amigos y afectos pero en algún momento, cuando pase todo esto de la pandemia, pueden venir a verme. Yo me vine para alejarme de la ciudad; acá aprendo a ordeñar una vaca, a hacer queso… Además, con el tiempo, me fui haciendo una vida social, conociendo vecinos, haciendo amigos… Y tampoco estoy aislado del mundo. En media hora, si quiero, puedo estar en la playa o en un shopping.
Difícil imaginárselo en un shopping actualmente. Más bien, la impresión es que solo se aventura fuera de Choto cuando no le queda otra opción. En esas cinco hectáreas parece haber encontrado su lugar en el mundo.